Arte que inspira… arte que cuenta historias…
Neuschwanstein
La vida podría ser la misma, los semáforos seguirían funcionando y el Currículum Vitae tendría el mismo impacto y el mismo recorrido por los portales de buscar empleo. Pero saber que EL CASTILLO, con mayúsculas, se escribe y se llama Neuschwanstein reforma el alma y la retina y, sobre todo, demuestra que se ha estado ante él. Que se ha admirado el equilibrio perfecto entre la naturaleza y la opulencia con la que se pavonea bajo los Alpes. Si ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ puso fin al Western clásico, el castillo del Rey Loco da por concluida la época de los monarcas caprichosos, trasnochados y nostálgicos en la vieja Europa.
Esta residencia Real se encuentra en Hohenschwangau (vaya tela con los nombres), un pueblo con un castillo gótico que el padre de Luis II mandó reconstruir para usarlo en sus escapadas de Munich. Y es que el pueblecito lo tenía todo: su lago de aguas cristalinas, sus montañas abruptas pero no amenazantes a un lado y una gran llanura cargada de primavera al otro. Un lugar donde vivir en paz y morir tranquilo. El castillo de Hohenschwangau era un auténtico museo de recuerdos medievales, de reminiscencias y homenajes a la mitología germana que poco a poco se fue calando hasta los huesos al joven Luis II.
El recorte de soberanía y poder en favor de la expansiva Prusia y del parlamento bávaro que el ya monarca fue sufriendo durante su reinado provocó que paulatinamente fuera perdiendo el contacto con la realidad y que se refugiara en un caparazón fantástico y rancio. Una época que le llevó a ganarse el sobre nombre de Rey Loco entre sus súbditos. En los alrededores de Hohenschwangau, justo en una roca desnuda que se exhibe delante del puente que su padre le regalo a su madre María, decidió levantar su palacio. El lugar donde exhibiría todas sus frustraciones y deseos, donde estaría en comunión con sus ideales arcaicos. Un espacio alarmantemente subjetivo cuya primera piedra puso el mismo Luis II en 1869.
Neuschwanstein es de esos lugares que no se ven afectados por las inclemencias del tiempo. Es hermoso en invierno, en primavera, en verano y en otoño. Y encima, volver a este lugar no reduce el impacto de la primera vez, sino que lo acrecienta. Parece de magia, como si el sueño de un pirado de repente reflejara las aspiraciones más infantiles y tiernas de todos cuantos lo visitan. Quizá porque haya un poco de él en todos nosotros, porque todos hemos tenido momentos en los que hemos querido mandar con vara de hierro, siendo ésta la forma más rápida y eficaz de construir nuestras aspiraciones.