J.M. Giráldez. El día en que murió Umberto Eco, en su casa de Milán, me encontré con el escritor gallego Manuel Rivas, viejo amigo desde hace más de dos décadas. Habíamos quedado para una entrevista, que llevaba tiempo pendiente. Porque Rivas es difícil de ver, solicitado como está en tantos lugares, viajero de tantos mundos.
Aún recuerdo aquellos días de finales de los ochenta, cuando se fue a Irlanda a escribir ‘En salvaje compañía’, un título que, de alguna forma, regresa a su literatura de ahora. Siempre fue Rivas muy irlandés, hasta el punto de firmar muchos de sus artículos como Manuel O’Rivas, entre bromas y veras, y aún lo hace hoy, en sus dedicatorias. No hablamos de Eco, pero cuando regresé a casa pensé en la casualidad de este encuentro justo el día en que el gran semiólogo decía adiós, porque la gran batalla de Manuel Rivas ha sido siempre la batalla de la memoria y de la cultura, la gran lucha por el humanismo y por las palabras arrancadas a la tierra. Eco fue siempre capaz de navegar entre eso que algunos etiquetan como alta y baja cultura, desmitificando una de esas palabras, a menudo, demasiado vacías y demasiado vanas: «Intelectual». Pensé en eso después de leer ‘El último día de Terranova’ (Alfaguara) que es una novela sobre la pérdida de la cultura, porque es una novela sobre el cierre de una librería. Una librería llamada Terranova, por su pasado marinero. Terranova es un territorio para la salvación, un lugar para sanar el alma, para protegerse de la derrota. Es el último refugio. Umberto Eco nos enseñó a defendernos con la salva hermosa de las palabras, nos mostró que somos lenguaje. El lenguaje nos construye, como dice también Ferlosio. Pocos como el escritor italiano a la hora de defender el humanismo. Lo que protege a Europa, lo que salva nuestras vidas, lo que nos hará felices y nos ayudará a comprender a los demás, es el oleaje de las palabras, la cultura que va y viene, que baña los pies de todos. Su pasión por la semiótica le llevó a convertir a las palabras en el vehículo perfecto para el conocimiento universal. Dice el maestro Juan Cruz que Umberto Eco lo sabía todo. Pero él siempre quería saber más. La fascinación por el lenguaje, por el nombre de las cosas y de las rosas, le llevaba a viajar en busca de algo nuevo a lomos de las palabras. Y así, se hizo escritor. No me olvidaré del día que vi la magnífica interpretación que Jean Jacques Annaud hizo de ‘El nombre de la rosa’. Leí la novela unos días después. Eco se regaló aquel viaje a la Edad Media, pero también nos lo regaló a nosotros. Fue el divertimento de un investigador, y se convirtió en una novela excelente que simbolizaba la libertad de la cultura, la risa como rasgo humano de sabiduría y liberación. Las palabras y la risa, ambos materiales primigenios de la cultura.
En ‘El último día de Terranova’ Manuel Rivas viaja a través del tiempo en busca de los hilos rojos que soportan nuestra historia y nuestras biografías. Así se compone el campo que habitamos, el mar que navegamos. En el tiempo que viene y va. Le dije que se parecía a las ondas gravitacionales: las sacudidas de algunos momentos de nuestra vida aún se detectan, sutiles hoy, aunque violentas cuando se produjeron. El protagonista, Vicenzo Fontana, el hombre que se ve abocado a cerrar la librería por la presión de la burbuja urbanística, vivió la muerte de la dictadura en 1975, la muerte del dictador, y recibió a Garúa, una muchacha que huye de otra dictadura, la argentina, y que se convertirá en una de las portadoras del mensaje de libertad de la novela. Es el gran mensaje de las palabras: ellas son capaces de transmitir con nitidez todos los perfumes olvidados. Para Rivas, tenemos que acostumbrarnos a caminar sobre la Línea del horizonte. Es uno de los símbolos de la novela. La Línea del horizonte parte el paisaje, separa el territorio de los vivos del territorio de los muertos, pero es como la cuerda de un funambulista, ese lugar hermoso y peligroso a la vez, ese lugar libre, como libre es un acantilado o una llanura sembrada de trigo.
Lo que se acumula en esa librería que tiene que cerrar, Terranova, es el viejo oleaje. Es la memoria. Como se acumulaba en el pantano de Julio Llamazares, en ‘Distintas maneras de mirar el agua’. Bajo el agua, o tras la puerta, queda atrapada la libertad de aquellos días. Y los sueños. Los libros que llegaban de contrabando en maletas, desde Argentina, desde México, desde Portugal, en tiempo de libros prohibidos. Ahí aparece, claro, Miguel Torga. Emblemático en la literatura de Miguel Rivas, y también en la de Julio Llamazares. Vicenzo cierra su librería con perfume de mar, Terranova, y ahí pasa ante nosotros, a gran velocidad, todo el pasado, toda la historia, todas las luchas por la libertad contra los monstruos de las dictaduras, todas las luchas por la cultura. Las ondas conmueven la tela del espacio/tiempo y Terranova es el lugar donde todo confluye, el último refugio. Vicenzo Fontana se despide: viene de una vieja y heroica estirpe de libreros, pastores no de ganado esta vez, como dice Julio, sino pastores de las palabras.
Ese día murió Umberto Eco. Él se hubiera encerrado en Terranova, la librería de Manuel Rivas donde los libros son humanos. Él hubiera defendido hasta el final la memoria de los nombres, la risa que nos hace libres, las palabras que nos protegen de la tristeza y de la tiranía. El hombre que lo sabía todo, aunque nunca presumiera de ello, ha muerto. Y con él se nos va uno de los defensores de las humanidades, en este tiempo de desprecios y de humillaciones de la cultura. Él era uno de los grandes en esa estirpe de los pastores de palabras. El último hombre en Terranova.