Un año en la Provenza me invitó a descubrir la riqueza de lo sencillo, de los días largos y rutinarios, de las personas desconocidas con vidas millonarias.
Todo viaje alberga una deriva imprevista. A veces se pone de relieve y a veces no. Uno puede iniciarlo con una intención y terminarlo con lo contrario. Puede, también, convertirlo en la puerta a una nueva vida. Esto, que suele ser la excepción, es lo que le ocurrió al escritor británico Peter Mayle cuando, a finales de los años ochenta del pasado siglo, se trasladó con su esposa a La Provenza, con la intención de retirarse por un tiempo a escribir una novela. Al poco de llegar a esa tierra especialmente seductora, se dio cuenta de que su objetivo podía convertirse en una quimera. La pareja alquiló una casa al pie del macizo de Lubèron, entre Aviñón y Aix y, cautivada por los paisajes y por el paisanaje de esa región francesa, se vieron atrapados por su vida cotidiana. Y el viaje se hizo estancia y la estancia enamoramiento y el enamoramiento convivencia con un mundo rural que desconocían.
Peter Mayle escribió, sí, pero no una novela sino la crónica de un año de vida y de felicidad en aquellas tierras. El título del libro no puede ser más ilustrativo: Un año en Provenza. Un libro delicioso en el que acompañamos a Mayle en un viaje apasionante por la intrahistoria provenzal, por la realidad apacible y hospitalaria de sus pueblos. Vivimos los ciclos de la naturaleza, con el cromatismo y las peculiariades de las distintas estaciones, paseamos por los mercadillos de los pueblos y observamos cómo cambian los productos que se venden en función de la época del año, nos enamoramos de los viejos bares, de los cafés añejos, de los restaurantes, modestos pero exigentes, que en el rincón menos esperado, invitan al viajero a reponer fuerzas.
Peter Mayle se integra en la vida diaria de la comarca. Vive las fiestas y las ferias, hace suyas las costumbres y tradiciones, saborea el tiempo de vendimia y el tiempo otoñal que tiñe las montañas de ocres, amarillos y rojos y las llena de setas de las más diversas especies, se funde con las celebraciones de las gentes de los pueblos, disfruta del sabor provinciano, próximo y habitual, de los periódicos regionales, goza de las compras en las viejas tiendas o acude a un modesto supermercado en el pueblo de Cavaillon al que llaman ‘Chicago de la Provenza’, y hace amigos.
Su prosa nos lleva de la incomunicación que, durante algunos días, provoca la nieve, al despertar de la naturaleza con que inicia el capítulo titulado ‘Marzo’, por ejemplo: ‘El almendro florecía con cautela. Los días eran más largos y solían acabar en magníficos atardeceres de aborregados cielos rosa. La temporada de caza había terminado, y perros y escopetas descansarían en los próximos seis meses’. Los viñedos, los trigos, el maíz, todo comenzaba su ciclo anual. Los mercados cambiaban de productos, llenándose de aperos agrícolas (machetes, guadañas, azadas de hojas curvas y afiladas), y el tiempo de la luz y de la explosión de la tierra se llenaría con nuevos conocimientos y nuevas relaciones, con vecinos que regalan hortalizas o verduras, con la vecindad de la fruta o de la miel, con interminables tardes de tertulia alrededor del café o de la botella de vino (provenzal, por supuesto).
Leer Un año en Provenza es vivir con el autor todo eso y mucho más. Es respirar el aire de los Bajos Alpes, es pasear por las calles de pueblos como Ménerbes o Bonnieux, es metabolizar una Francia profunda e interior. Es conocer muestras de artesanía que conectan, sin mediación apenas, con una asentada y protegida tradición medieval: ‘El espectáculo tenía más de mercadillo que de cualquier otra cosa: artesanos locales de madera tallada y cerámica, vinateros y vendedores de miel, unos pocos anticuarios y artistas’, nos cuenta Mayle al describir la plaza del pueblecito de Goult.
¿Quién de nosotros no ha soñado alguna vez con la vida apacible en un pueblo fusionado con la naturaleza, vivo y a la vez tranquilo, en el que escribir, pasear, vivir en definitiva de manera integral, completa? Ese sueño es el que nos despierta este hermoso libro viajero de Peter Mayle. La narración, así, se convierte en ‘letras viajeras’ que nos trasladan a los valles de Provenza. Una estancia que iniciamos, con el autor, con una comida de Año Nuevo en el pueblo de Lacoste y que terminaremos con otra comida en Boux que Mayle aprovecha para hacer recuento de lo que, al filo del regreso a Inglaterra, quedó por ver y por vivir: ‘Había muchas cosas que no habíamos visto y otras muchas que no habíamos hecho: nuestro francés todavía era una penosa mezcla de mala gramática y argot de albañil; y de alguna manera habíamos conseguido perdernos el festival de Aviñón, la carrera de burros de Goult, el concurso de acordeón, la excursión de Faustin y familia a los Bajos Alpes en agosto, el festival de vino de Gigondas’…. En esa descripción Peter Mayle no sólo recuenta asignaturas pendientes, sino que nos acerca a la maravilla cotidiana de la que él y su esposa se han visto rodeados a lo largo de un año. En Provenza.